Por petición popular, este mes echaremos una mirada a uno de los ingredientes más contradictorios que existen respecto a su calidad y cualidad afrodisíaca: habitual en la cocina española (e incluso distintivo de ella en muchas ocasiones), el ajo es una planta que ha sido tan ensalzada como vilipendiada a la hora de favorecer (o de bloquear) las pasiones de Venus... y sin que sea oro todo lo que reluce, es cierto que son muchos los que ponderan sus cualidades en este y en otros terrenos, con mayor o menor fundamento.
De orígenes inciertos (probablemente asiáticos), amplísima difusión y generalizada aceptación (se consume de millones de formas en millones de platos de millones de distintos lugares), el ajo es una planta a la que, para empezar, se le han atribuido siempre propiedades beneficiosas para la salud: eficaz como antiséptico (tanto que en la Primera Guerra Mundial se usaba con ese fin directamente sobre las heridas, a falta de otra cosa mejor), utilizado para tratar temas tan serios como el cáncer o la depresión, y demostrado de sobra su uso en la regulación del colesterol, la ingesta de este producto es incluso un repelente natural para los mosquitos, ya que el cuerpo es capaz de asimilar sus propiedades y utilizarlas para ahuyentar a esos desagradables insectos...
Y en cuanto al tema del que siempre nos ocupamos en esta sección, baste decir que el ajo figura desde sus primeros testimonios como estimulante de pasiones humanas. Ya hay fuentes antiguas que explican cómo los gladiadores eran muy aficionados a su consumo, así como también lo habían sido los trabajadores que levantaron las pirámides de Egipto: todos ellos estaban convencidos de sus propiedades vigorizantes, que además de ayudarles a trabajar mejor, también les echaba una mano en otro tipo de cuestiones más personales... Y no eran los únicos: según parece, un pueblo tan alejado geográficamente del Mediterráneo como el de los ainos (que poblaba el norte de las islas japonesas, y que aún hoy pervive en esa nación) equiparaba el ajo a los néctares y ambrosías de los que se alimentaban los dioses griegos. Así que no es de extrañar que, si se habla de él ya desde tan antiguo, muchos hombres a lo largo de la Historia hayan podido probar (y constatar) las virtudes estimulantes de la planta (sin ir más lejos, ya lo decía Javier Bardem en la película Jamón, Jamón -Bigas Luna, 1992-, quien ensalzaba su consumo manifestando abiertamente que “el ajo da potencia”), una planta que puede ser preparada de las más diversas formas y consumida según el gusto de cada cual: sumergidos en aceite (con lo que se logra un excelente aromatizado del producto en cuestión), fritos acompañando a la carne, hervidos junto al pescado, avinagrados... y siempre, por qué no, crudos, que es por supuesto como más beneficiosos resultan.
Pero por desgracia, es imposible pasar por alto una de las peculiaridades indiscutibles del ajo, y es la de que, como todo el mundo sabe, produce una potente halitosis si se consume de forma cruda y directa... por lo que siempre ha sido desaconsejado su consumo a la hora de ir en busca de los placeres de Eros (más que nada por evitar el desmayo o la repulsión de la persona con la que queramos comunicarnos a corta distancia). Toda una contradicción, no hay duda... pero que en este caso tiene una solución más que sencilla: después de la ingesta en cuestión, basta masticar unas cuantas hojas de perejil (o de menta, en su defecto), o chupar un par de granos de café durante unos momentos. Eso bastará para que el potente olor de la planta se atenúe hasta desaparecer, conservándose en nuestro cuerpo los interesantes beneficios (que, aunque sólo sean de salud, es innegable que los tiene), y añadiéndose además una ayuda suplementaria... ya que ¿no han sido acaso el perejil y la menta (y también el café) considerados también ayudantes de Venus?
Ya hay fuentes antiguas que explican cómo los gladiadores eran muy aficionados a su consumo, así como también lo habían sido los trabajadores que levantaron las pirámides de Egipto.